Por
Diana María Osorio Posada
Alguna vez leí que “escuchar radio es un
hábito tan saludable como leer libros, con la ventaja de que no se gastan los
ojos”.
Me quedé pensando en eso y sentí curiosidad.
Curiosidad de ver si la radio de hoy es como aquella que yo escuchaba en el bus
del colegio a las 6:00 a.m., en un Sony miniatura; ese que me ahuyentaba el
sueño en las mañanas y aliviaba el tedio de los trancones de Cali, con ese sol
de las 3:00 p.m. entrando por la ventana.
Hablo de la radio que nos hacía reír a
quienes sintonizábamos La Mega cuando llamaban a hacer esas “pegas” mañaneras
tan entretenidas. De la radio de “Juan Bracitos”, de “Insomnia”, de Aerosmith y
Maná, y quizás algún hit de Chichi
Peralta o Rubén Blades. Hablo de la radio que abandoné ingratamente y sin
ningún dolor con la llegada del Discman, el MiniDisc, el MP3 y el iPod.
¿Qué será de ella? Hoy en día la escucho
contadas veces al año: en algún taxi o… sí, creo que sólo cuando me subo a uno
de esos carros amarillos, y eso, si el radioteléfono o el chofer lo permiten. Entonces
me surge esa duda: ¿por qué ya no me gusta la radio? ¿Será por la incomodidad de
tener que darle vueltas a esa ruedita para ir de una emisora a otra hasta
encontrar algo que me guste, o darle “scan” al radio del carro hasta que caiga
en algo bueno? O quizás es la rabia que recuerdo que sentía cada vez que
llegaba tarde a mi canción preferida y no tenía cómo repetirla.
Sea lo que sea, la mejor manera de
averiguarlo es escuchándola de nuevo. Supero un miedo repentino de encontrarme
con puro reggaetón y locutores que parecen obreros o mecánicos, diciéndole a
toda la que llama “mi amor”, entre otras cosas. El experimento me anima.
Me encierro en mi cuarto y entonces recuerdo
que no tengo radio. Desde aquel Sony miniatura nunca más volví a tomar uno en
mis manos. Gasto tiempo inútilmente buscando el último Discman que me regalaron
mis papás hace ya varios años, de esos que tenían radio incorporado y hasta
control de volumen en los audífonos.
Afortunadamente, antes de desistir, recuerdo
la solución a todos los problemas de hoy: Internet. Me animo de nuevo, me
siento en mi cama con el computador en las piernas y empiezo a digitar en
Google “emisoras de Medellín”. Abro una página y me encuentro una lista de
estaciones por ciudad, y de escuchar radio, paso a pensar en un viaje. Un viaje
por Colombia a través de sus emisoras. ¡Eso es!
Pasadas las 11:00 p.m. del martes 30 de
octubre de 2012, decido emprender esa aventura musical. Con una Coca Cola
helada y dos paquetes de Natu-Chips al lado, hago clic en Barranquilla; así es,
me voy para “La Arenosa”, esa ciudad que aún no conozco, pero que no olvido
porque fue donde aterrizó el vuelo más miedoso que me ha tocado en estos veinti
tantos años de vida.
Luego el cursor se va hasta Barranquilla
Estéreo. “Dios mío, ¿será puro vallenato?” Pero no, era reggaetón. De repente,
siento una desilusión apresurada, un pálpito que me dice que eso es lo que
encontraré en todas las emisoras que visite.
Afortunadamente la canción, que obviamente no
tengo idea cuál era ni quién la cantaba, termina rápido. Estoy a la
expectativa, tomo un sorbo de Coca Cola y el viaje de media noche se pone
patriota con el himno nacional. ¿Himno nacional a las 11:33 p.m.? ¿Eso de
ponerlo a las 6:00 y a las 12:00 en punto ya pasó de moda? Como sea, mientras
lo escucho es inevitable recordar a “Ublime”, y se me viene a la cabeza ese
video que pasan por televisión, tan viejo y curtido.
Cuarenta y ocho oyentes muestra la página a
esa hora y cuando creo que las trompetas y notas de nuestra canción nacional
van a echar a algunos, tres más se suman a la lista. ¿Quiénes serán esas
personas? Intento imaginármelas, pero nada se me viene a la cabeza. Eso sí, con
seguridad ningún desocupado, queriendo viajar por el país recorriendo emisoras
y comiendo porquerías a media noche.
Cuando miro hacia mi escritorio tratando de
ubicar el Ibuprofeno de 800 mg para quitarme el dolor de cabeza, empieza la
primera turbulencia: Diomedes Díaz. Es como si me quisieran dar el impulso que
me hacía falta para llegar a la mesa y tomarme esa pastilla, de color
anaranjado, de una vez.
Como buena terca, me aguanto pensando que el
dolor se pasa solo. Pero Barranquilla Estéreo y su repertorio no ayudan. Tres
canciones seguidas de Diomedes.
Definitivamente los aterrizajes en la capital
del Atlántico parecen estar destinados a ser un desastre para mí. Ya la vena
del costado derecho me palpita y pienso “suficiente”.
Estoy a punto de escoger otro destino, pero
llega Rubén Blades a salvar la noche. Suena “Amor y control” a las 11:49 p.m. y
mi ánimo se fortalece de nuevo. Ya por lo menos la vena palpita al ritmo de una
de las canciones de salsa que más disfruto escuchar. Al final, decido quedarme
un poco más; total, es un experimento y no puedo tirar la toalla a la primera
canción que estalle mis oídos.
Una hora después de mi llegada a “La Arenosa”,
abandono la emisora habiendo escuchado de todo un poco: Guayacán, Don Omar y
una tanda de desconocidos que sólo pude identificar gracias al letrerito que
aparecía debajo de los botones: Nino Segarra, Martín Elías, Champeta Colombiana
y Grupo Bananas.
La terquedad regresa y me dice que debo
explorar otras opciones. Después de la tortura de Diomedes, quiero algo
conocido, un lugar donde me pueda sentir como en casa. Al ver la imagen de La
Mega siento un alivio, una felicidad; como diría el “cuenta huesos”: “así como
cuando” uno se va a otro país por bastante tiempo y de repente encuentra un
restaurante de comida colombiana. Al final, me queda la sensación que deja un
mal servicio o un mal plato. La Mega ya no es lo mismo, la dañaron. O bien, lo
que me dañaron fue el ánimo y la paciencia con tanto vallenato.
Tras escuchar a un tipo de acento español
hablar sobre cosas paranormales, decido irme a Los 40 Principales. Un par de
canciones en inglés reivindican la noche, pero pasada la 1:00 a.m. decido salir
corriendo de Barranquilla con un horrible reggaetón.
Buscando el polo opuesto, decido mudarme al
frío de Bogotá. Empiezo por esa misma emisora y encuentro la continuación de
esa canción que me sacó a patadas de la casa de la selección de fútbol.
Definitivamente parece que en cuestión de radio soy muy ignorante. Yo pensé que
aun siendo la misma emisora, cada ciudad pasaba un contenido diferente, pero
no, o al menos en la madrugada no es así, y lo confirmo cuando migro a La Mega.
Cartel Paranormal; así se llama el programa
en el que hablan de psicofonías. Comentan sobre fantasmas y espíritus. Luego,
llega Jonathan Rodríguez, un invitado, experto en ángeles. "Todos tenemos
entre 12 y 16 ángeles. Hay una luz que es el ángel más cercano, el guía.
Tenemos hasta un cirujano que se encargade reparar nuestros chacras", dice
él, mientras el locutor lo interrumpe con preguntas.
Mi incredulidad me hace migrar de nuevo y
llego a Radio 1. Ahí completo dos horas de viaje que parecen diez. Entre salsa
y vallenato, al final suena “Balada Boa”, canción con la que me despido
alegremente de la capital y empaco de nuevo para irme a mi ciudad natal, “ La
Sucursal del Cielo”.
Busco entre todas las emisoras una que
parezca muy local y me encuentro con Cali de Rumba. Mi intuición no me falla.
Hago clic y de inmediato empieza a sonar una salsa que me remonta a las rumbas
en Juanchito. Cierro los ojos y se me vienen puras imágenes de bailarines
profesionales haciendo gala de sus mejores movimientos en antros de la ciudad.
Hombres y mujeres de ropa colorida y brillante
bailan en mi cabeza al ritmo de claves y timbales que sobresalen sobre el resto
de instrumentos. Y entonces, me siento en casa. Mis dedos, inconscientemente,
comienzan a llevar el ritmo de las canciones sobre el computador.
Al final, después de media hora, empieza esa
“salsa romanticona”. Esas canciones que generalmente tienen videos “mañés” o
“boletas”, como diríamos en Cali. Con los ojos a media asta y los efectos de la
Coca Cola bastante disminuidos, decido abandonar esa ciudad donde, además de
amigos y buenos recuerdos, dejé a la mitad de mi familia.
Regreso a Medellín pasadas las 2:00 a.m. con
un cansancio que simula un viaje real. Un par de canciones de reggaetón en una
emisora local marcan el final de esta travesía de más de tres horas por
diferentes estaciones del país.Al final, cierro la página con cierta duda. Mi
cuarto queda en total silencio y cierro los ojos intentando buscar
conclusiones.
Finalmente, creo que la radio es la misma. La
que cambió no fue ella, sino la música, que ha evolucionado en ritmos que a mí
particularmente no me gustan. Ritmos y nuevos géneros que me sacaron corriendo
de algunas de las ciudades que visité con tantas expectativas, pero que a su
vez mantienen a miles o millones de personas conectadas diariamente.
Hoy, después de más de tres horas deambulando
por la radio nacional, creo que definitivamente escucharla es uno más de esos
hábitos saludables que no acogeré en mi vida. Que se quede como un simple
recuerdo de aquellos que guardo gratamente; que se quede como lo que finalmente
es: un experimento, una travesía, un viaje que al menos en un futuro próximo no
pienso repetir.
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