Por Carolina Franco Villegas
Las
canciones llenas de alegría, los juegos y los bailes no fueron suficientes para
motivar a los habitantes de Granada, un municipio del Oriente antioqueño. Los
recuerdos de que nadie se paró a bailar ni a cantar, ni siquiera a tararear o
llevar el ritmo con los pies se quedaron para siempre. Era obvio que estaban en
guerra, en tiempos de oscuridad y amenazas constantes, donde ni los adultos ni
los niños salían de sus casas porque fácilmente una bala traspasaba sus
cuerpos.
Era
abril de 2011, el mes del niño, y preparábamos nuestra temporada de conciertos
patrocinados por la Alcaldía de Medellín y la Gobernación de Antioquia, con los
cuales llevábamos a cada rincón de la
ciudad y a las afueras de esta un paquete de sonrisas acompañado de mucha
música.
Yo
hacía parte de un grupo de música infantil de Cantoalegre, una corporación que
cuenta con aproximadamente 80 niños de altos estratos, que reciben una buena educación
y cuentan con excelentes viviendas, que estudian música y canto pero, además,
dan conciertos y talleres en toda la ciudad.
Hacía
14 o 15 años que había entrado y en ese momento pertenecía al “grupo de las
grandes”, una generación de adolescentes entre 16 y 22 años, quienes teníamos
el deber de guiar a los más pequeños con el ritmo, las melodías, las letras y
coreografías.
Yo
tenía 18 años pero me sentía como de 30 pues teníamos también la obligación de
regañar a los niños si se comportaban mal o molestaban en medio de los ensayos,
verificar que los vestuarios fueran llevados correctamente y corregir errores
de afinación, ya que teníamos más experiencia que todos los demás.
La
Alcaldía y la Gobernación tomaron la iniciativa de repartir cada año estos
eventos por toda la ciudad con el fin de promover el desarrollo de la infancia
y la educación, y así mismo, prevenir el maltrato infantil. En estos participábamos
junto a otros grupos urbanos como Crew Peligrosos, quienes por medio de un
género relativamente nuevo en Medellín, como lo es el Hip Hop, componían
hermosas letras motivando a la gente, mucho más a los jóvenes, a dejar las
armas, las drogas y la violencia.
También
había grupos de teatro, de títeres y de recreación que acompañaban y compartían
con los niños en su mes.
Llegó
el día de ir a Granada, el lugar que siempre ha contado con muy poca suerte,
pues la guerrilla y los paramilitares lo han invadido y lo convirtieron en uno
de sus mejores refugios para esconderse del Ejército colombiano, ya que tiene
una buena ubicación, la seguridad no es mucha y es de fácil acceso. Cuando nos
montamos al bus, Claudia Gaviria, la directora musical, pidió nuestra atención
para decirnos unas indicaciones.
“Niños,
pongan mucha atención. Hoy vamos para Granada, es un lugar que ha sido afectado
por la guerra y no es fácil llegar a cantarle a los niños que sólo tienen
fuerzas para pensar en su familia, para pensar que tienen que quedarse en la
casa y que no pueden salir porque se los roban, los atracan o peor aún, los
matan. Así que les pido por favor que además de cantar con mucho sentimiento,
afinaditas y sonriendo, pasen tiempo con los niños antes y después de cantar,
los saluden y se despidan de ellos, los inviten a jugar y a cantar con nosotros
y háganlos sentir como si por sus casas no hubiera pasado la violencia”.
Los
niños más pequeños que estaban en la parte de atrás del bus pararon por un
segundo de saltar y jugar, pero después de recibida la información hicieron
como si nada y volvieron a corretear por doquier. El bus comenzó su marcha y
las demás chicas y yo nos recostamos y conversamos a lo largo del camino.
El
lugar asignado para el concierto aquel día era una de las escuelas del pueblo,
un sitio abierto donde se podía reunir más fácilmente a la gente porque tenía
un gran espacio en el centro y allí se podía armar la tarima. Era una escuela
de paredes blancas, no era muy grande y se encontraba en lo alto de una
montaña.
Nos
bajamos del bus y al acercarme un poco más pude notar que entre esas paredes
blancas se cuentan historias, narradas entre balas y explosiones, pues cada
treinta centímetros, aproximadamente, había un huequito que dejaba ver el
cemento enterrado, huecos que al verlos todos juntos como una pintura
abstracta, produjeron en mí y en las demás niñas un escalofrío que nos recorrió
inmediatamente.
Además
de esos tenebrosos agujeros, había graffitis
que decían Eln, Farc y Autodefensas. Estas imágenes fueron sólo la bienvenida.
Mientras
que probábamos sonidos, observé a una pequeña de piel morena, quien sonreía con
dulzura a unos cuantos metros de nosotros. Tenía unpantalón fucsia desvanecido
de lo gastado que estaba, un suéter gris que le quedaba enorme y llevaba
también unas chaquiras en el pelo que sellaban pequeñas trenzas pegadas al
cuero cabelludo. Jugábamos a perseguirnos las miradas.
Ella,
juguetona, cerraba sus brillantes ojos y se escondía y yo la sorprendía con un
gesto de alegría. Después de unos segundos, la invité,moviendo la mano, a que
se acercara hacía la tarima donde estaríamos después cantando, pero ella muy
tímida seguía escondiéndose detrás de unas de las paredes blancas de la vieja
escuela aunque de un momento a otro, ella desapareció.
Nos
subimos a la tarima,para la prueba de sonido, presionados por la directora; ella
más que nadie sabía cómo nos sentíamos, no hacía falta que habláramos para
expresar las primeras impresiones del lugar, nuestros ojos lo decían todo.
Entre el grupo empezó a percibirse un aire de desaliento, sacábamos las mejores
sonrisas desde muy adentro para cambiar la situación.
-“Hola
a todos, ¿cómo están?”
Como
la costumbre es recibir gritos de alegría de pequeños y grandes fue un poco
incómodo ver como esos gritos fueron remplazados por miradas profundas de
tristeza.
-“Nosotros
somos el grupo Cantoalegre y venimos a compartir con ustedes esta tarde llena
de alegría, juegos y música. Así que, los invitamos a que se paren a bailar y a
cantar con nosotros porque este es un regalo que les trajo la Alcaldía de
Medellín y la Gobernación de Antioquia.”
El
director musical dio el conteo inicial y comenzaron a tocar, y nosotros a
cantar y a bailar.
¿Qué quiere el lobito?
Una gallinita
¿Y la que te di?
Ya me la comí…
Una
tras otra canción…
Con un mago me tropiezo
Y me dice:abracadabra,
En fracciones de bostezo
Yo te robo las palabras…
La
respuesta de la gente siempre fue monótona.
Era
realmente triste ver un público tan apagado, las únicas dos personas que se
pararon a bailar fueron la directora musical y una de las madres que nos
acompañaba, de resto todas las caras presentes evadían el evento.
Pudimos
notar a lo largo de las primeras canciones cómo la gente se dispersaba, las
madres llamaban a sus hijos, los niños revoloteaban por todo el lugar, los más
ancianos cerraban sus ojos con gran cansancio y nosotros seguíamos dando la
mejor actitud que nos implantaron desde siempre.
La
pequeña de ojos brillantes que había observado hacía un rato atrás, resaltaba
entre el público con su impecable sonrisa traviesa y por ser la única persona,
aparte de la directora y la madre acompañante del grupo, que nos seguía con las
palmas. Llevaba el ritmo cautelosamente, parecía como si no quisiera que
alguien la viera ni oyera. Se encontraba sentada en el lado izquierdo de una de
las pequeñas graderías de madera. Yo podía sentir desde la tarima cómo disfrutaba
el repertorio infantil con palmas, cómo daba un par de golpes con los pies y hacia
movimientos laterales con su cabeza.
Un
momento después, los niños empezaron a gritar: “¡Ya váyanse!”, “¡Acaben con
eso!”,
“No los queremos ver más, apaguen la música”, “Tenemos hambre y queremos
comida”. Sentían hambre porque la guerra no les dejaba conseguir sus alimentos
con libertad. Sentían hambre porque les habían prometido un almuerzo y nosotros
estábamos aplazando su tiempo.
Nos
ignoraron mientras que les dedicábamos canciones para que pasaran un momento de
felicidad y no les importó, ya que por culpa de la violencia, estos niños se
soñaban con un almuerzo que hacía mucho tiempo no se habían podido comer con
tranquilidad.
La
niña de piel morena, quien no tenía más de diez años, se me acercó al final del
concierto. Llegó sigilosamente por detrás del escenario y me haló una de las esquinas
del vestido blanco que llevábamos como vestuario. Cuando me volteé vi a esa
pequeña con la hermosa sonrisa que tenía cuando jugamos a las miradas. Me
incliné un poco hacia ella y le dije:
-
“Hola hermosa, ¿cómo estás?”.
-
“Bien”.
-
“¿Te gustó el concierto?”.
Le
pregunté, y con alegría me respondió:
-
“Si”.
Le
acaricié el brazo suavemente mientras le dije:
-“¡Qué
rico! Yo te vi aplaudiendo y siguiendo los movimientos de las canciones. ¿Cómo
te llamas?”
Salió
una risita tímida de su boca.
-“¡Muchas
gracias! Tu también bailaste muy bien y tienes una sonrisa hermosa”. Le
contesté.
Me
miró con inocencia y pronunció estas últimas palabras mientras su impactante
sonrisa desaparecía:
-“A
mí me gusta mucho cantar y bailar pero mi mamá no tiene plata pa’ comprame los
discos de ustedes. Me dijo que no me pusiera con esas bobadas, que yo no sé
qué… Es que es muy difícil salir de las casas disque porque nos matan”.
Le
di un fuerte abrazo mientras me hacía la fuerte ante ella. Con eso tuve todo el
día para quedarme pensando en aquel concierto y en una pequeña con chaquiras de
colores que no podía cumplir sus sueños porque la violencialos frenaba. ¡Porque
vivía en una Granada que no recibe canciones!
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