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lunes, 8 de abril de 2013

Una “Granada” de canciones


Por Carolina Franco Villegas

Las canciones llenas de alegría, los juegos y los bailes no fueron suficientes para motivar a los habitantes de Granada, un municipio del Oriente antioqueño. Los recuerdos de que nadie se paró a bailar ni a cantar, ni siquiera a tararear o llevar el ritmo con los pies se quedaron para siempre. Era obvio que estaban en guerra, en tiempos de oscuridad y amenazas constantes, donde ni los adultos ni los niños salían de sus casas porque fácilmente una bala traspasaba sus cuerpos.

Era abril de 2011, el mes del niño, y preparábamos nuestra temporada de conciertos patrocinados por la Alcaldía de Medellín y la Gobernación de Antioquia, con los cuales  llevábamos a cada rincón de la ciudad y a las afueras de esta un paquete de sonrisas acompañado de mucha música.

Yo hacía parte de un grupo de música infantil de Cantoalegre, una corporación que cuenta con aproximadamente 80 niños de altos estratos, que reciben una buena educación y cuentan con excelentes viviendas, que estudian música y canto pero, además, dan conciertos y talleres en toda la ciudad.

Hacía 14 o 15 años que había entrado y en ese momento pertenecía al “grupo de las grandes”, una generación de adolescentes entre 16 y 22 años, quienes teníamos el deber de guiar a los más pequeños con el ritmo, las melodías, las letras y coreografías.
Yo tenía 18 años pero me sentía como de 30 pues teníamos también la obligación de regañar a los niños si se comportaban mal o molestaban en medio de los ensayos, verificar que los vestuarios fueran llevados correctamente y corregir errores de afinación, ya que teníamos más experiencia que todos los demás.

La Alcaldía y la Gobernación tomaron la iniciativa de repartir cada año estos eventos por toda la ciudad con el fin de promover el desarrollo de la infancia y la educación, y así mismo, prevenir el maltrato infantil. En estos participábamos junto a otros grupos urbanos como Crew Peligrosos, quienes por medio de un género relativamente nuevo en Medellín, como lo es el Hip Hop, componían hermosas letras motivando a la gente, mucho más a los jóvenes, a dejar las armas, las drogas y la violencia.

También había grupos de teatro, de títeres y de recreación que acompañaban y compartían con los niños en su mes.

Llegó el día de ir a Granada, el lugar que siempre ha contado con muy poca suerte, pues la guerrilla y los paramilitares lo han invadido y lo convirtieron en uno de sus mejores refugios para esconderse del Ejército colombiano, ya que tiene una buena ubicación, la seguridad no es mucha y es de fácil acceso. Cuando nos montamos al bus, Claudia Gaviria, la directora musical, pidió nuestra atención para decirnos unas indicaciones.

“Niños, pongan mucha atención. Hoy vamos para Granada, es un lugar que ha sido afectado por la guerra y no es fácil llegar a cantarle a los niños que sólo tienen fuerzas para pensar en su familia, para pensar que tienen que quedarse en la casa y que no pueden salir porque se los roban, los atracan o peor aún, los matan. Así que les pido por favor que además de cantar con mucho sentimiento, afinaditas y sonriendo, pasen tiempo con los niños antes y después de cantar, los saluden y se despidan de ellos, los inviten a jugar y a cantar con nosotros y háganlos sentir como si por sus casas no hubiera pasado la violencia”.

Los niños más pequeños que estaban en la parte de atrás del bus pararon por un segundo de saltar y jugar, pero después de recibida la información hicieron como si nada y volvieron a corretear por doquier. El bus comenzó su marcha y las demás chicas y yo nos recostamos y conversamos a lo largo del camino.

El lugar asignado para el concierto aquel día era una de las escuelas del pueblo, un sitio abierto donde se podía reunir más fácilmente a la gente porque tenía un gran espacio en el centro y allí se podía armar la tarima. Era una escuela de paredes blancas, no era muy grande y se encontraba en lo alto de una montaña.

Nos bajamos del bus y al acercarme un poco más pude notar que entre esas paredes blancas se cuentan historias, narradas entre balas y explosiones, pues cada treinta centímetros, aproximadamente, había un huequito que dejaba ver el cemento enterrado, huecos que al verlos todos juntos como una pintura abstracta, produjeron en mí y en las demás niñas un escalofrío que nos recorrió inmediatamente.

Además de esos tenebrosos agujeros, había graffitis que decían Eln, Farc y Autodefensas. Estas imágenes fueron sólo la bienvenida.

Mientras que probábamos sonidos, observé a una pequeña de piel morena, quien sonreía con dulzura a unos cuantos metros de nosotros. Tenía unpantalón fucsia desvanecido de lo gastado que estaba, un suéter gris que le quedaba enorme y llevaba también unas chaquiras en el pelo que sellaban pequeñas trenzas pegadas al cuero cabelludo. Jugábamos a perseguirnos las miradas.

Ella, juguetona, cerraba sus brillantes ojos y se escondía y yo la sorprendía con un gesto de alegría. Después de unos segundos, la invité,moviendo la mano, a que se acercara hacía la tarima donde estaríamos después cantando, pero ella muy tímida seguía escondiéndose detrás de unas de las paredes blancas de la vieja escuela aunque de un momento a otro, ella desapareció.

Nos subimos a la tarima,para la prueba de sonido, presionados por la directora; ella más que nadie sabía cómo nos sentíamos, no hacía falta que habláramos para expresar las primeras impresiones del lugar, nuestros ojos lo decían todo. Entre el grupo empezó a percibirse un aire de desaliento, sacábamos las mejores sonrisas desde muy adentro para cambiar la situación. 

Al terminar la prueba de sonido y una de mis compañeras saludó:

-“Hola a todos, ¿cómo están?”

Como la costumbre es recibir gritos de alegría de pequeños y grandes fue un poco incómodo ver como esos gritos fueron remplazados por miradas profundas de tristeza.

-“Nosotros somos el grupo Cantoalegre y venimos a compartir con ustedes esta tarde llena de alegría, juegos y música. Así que, los invitamos a que se paren a bailar y a cantar con nosotros porque este es un regalo que les trajo la Alcaldía de Medellín y la Gobernación de Antioquia.”

El director musical dio el conteo inicial y comenzaron a tocar, y nosotros a cantar y a bailar.

¿Qué quiere el lobito?

Una gallinita

¿Y la que te di?

Ya me la comí…

Una tras otra canción…

Con un mago me tropiezo

Y me dice:abracadabra,

En fracciones de bostezo

Yo te robo las palabras…

La respuesta de la gente siempre fue monótona.

Era realmente triste ver un público tan apagado, las únicas dos personas que se pararon a bailar fueron la directora musical y una de las madres que nos acompañaba, de resto todas las caras presentes evadían el evento.

Pudimos notar a lo largo de las primeras canciones cómo la gente se dispersaba, las madres llamaban a sus hijos, los niños revoloteaban por todo el lugar, los más ancianos cerraban sus ojos con gran cansancio y nosotros seguíamos dando la mejor actitud que nos implantaron desde siempre.

La pequeña de ojos brillantes que había observado hacía un rato atrás, resaltaba entre el público con su impecable sonrisa traviesa y por ser la única persona, aparte de la directora y la madre acompañante del grupo, que nos seguía con las palmas. Llevaba el ritmo cautelosamente, parecía como si no quisiera que alguien la viera ni oyera. Se encontraba sentada en el lado izquierdo de una de las pequeñas graderías de madera. Yo podía sentir desde la tarima cómo disfrutaba el repertorio infantil con palmas, cómo daba un par de golpes con los pies y hacia movimientos laterales con su cabeza.

Un momento después, los niños empezaron a gritar: “¡Ya váyanse!”, “¡Acaben con eso!”, 
“No los queremos ver más, apaguen la música”, “Tenemos hambre y queremos comida”. Sentían hambre porque la guerra no les dejaba conseguir sus alimentos con libertad. Sentían hambre porque les habían prometido un almuerzo y nosotros estábamos aplazando su tiempo.

Nos ignoraron mientras que les dedicábamos canciones para que pasaran un momento de felicidad y no les importó, ya que por culpa de la violencia, estos niños se soñaban con un almuerzo que hacía mucho tiempo no se habían podido comer con tranquilidad.
La niña de piel morena, quien no tenía más de diez años, se me acercó al final del concierto. Llegó sigilosamente por detrás del escenario y me haló una de las esquinas del vestido blanco que llevábamos como vestuario. Cuando me volteé vi a esa pequeña con la hermosa sonrisa que tenía cuando jugamos a las miradas. Me incliné un poco hacia ella y le dije:

- “Hola hermosa, ¿cómo estás?”.

- “Bien”.

- “¿Te gustó el concierto?”.

Le pregunté, y con alegría me respondió:

- “Si”.

Le acaricié el brazo suavemente mientras le dije:

-“¡Qué rico! Yo te vi aplaudiendo y siguiendo los movimientos de las canciones. ¿Cómo te llamas?”

-“Dayana Bedoya Giraldo. Usté canta muy lindo”.

Salió una risita tímida de su boca.

-“¡Muchas gracias! Tu también bailaste muy bien y tienes una sonrisa hermosa”. Le contesté.

Me miró con inocencia y pronunció estas últimas palabras mientras su impactante sonrisa desaparecía:

-“A mí me gusta mucho cantar y bailar pero mi mamá no tiene plata pa’ comprame los discos de ustedes. Me dijo que no me pusiera con esas bobadas, que yo no sé qué… Es que es muy difícil salir de las casas disque porque nos matan”.

Le di un fuerte abrazo mientras me hacía la fuerte ante ella. Con eso tuve todo el día para quedarme pensando en aquel concierto y en una pequeña con chaquiras de colores que no podía cumplir sus sueños porque la violencialos frenaba. ¡Porque vivía en una Granada que no recibe canciones!

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