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lunes, 8 de abril de 2013

La resistencia de un pianista


Por Carolina González Delgado

-       “Había un bar a la salida del pueblo. Los músicos, que tocaban en vivo, estaban afinando los instrumentos. Así empieza la obra…”

Sentado frente al piano con los hombros levemente hacia delante, un hombre de piel trigueña, ojos negros, cejas gruesas y una barba de varios días sin afeitar, interpreta el Primer Vals de Mephisto de Franz Liszt, basado en el poema de Nikolaus Lenau del Fausto.

-       “Aquí es donde Fausto ve en la fiesta a la mujer más hermosa de todas y la invita a irse para otro lado. Ella se resiste hasta que -como en toda historia cuando las mujeres dicen no- dice sí”.

Treinta y seis teclas negras y cincuenta y dos blancas se rinden ante los dedos de Gabriel Africany cuando éste va pasándolos con rapidez sobre ellas. Mientras tanto, el Converse negro de su pie derecho aprieta el Sostenuto, el pedal derecho del piano, dándole a las notas un eco que ya quisieran escuchar quienes no están con él y el piano allí dentro.

-       ¿Cuántos años tengo? Depende a quién esté tocando”, dice con sus característicos ojos de mirada profunda.

Con los ojos cerrados, tal vez sea cierto. Él puede estar a principios de 1700 siendo Johann Sebastian Bach que, según él, era un “matemático de locos”; o en 1770 siendo Wolfgang Amadeus Mozart o Ludwig van Beethoven; o en 1820 siendo Frédéric Chopin, “un romántico empedernido”, como dice él alargando la a con una voz grave y cierto tipo de adoración.

A veces sube el codo, mueve la muñeca, tensa los músculos de la cara, aprieta la mandíbula, aumenta la velocidad y se emociona tanto que el cuerpo se le levanta por segundos de la silla. Las paredes, siempre atentas, reciben airosas las fuertes ondas del sonido. Otras veces cierra los ojos, levanta sutilmente las cejas, acaricia despacio las teclas y un silencio cargado de romance cobija el salón. “Se trata de conocer mucho el instrumento y conocerse mucho a uno mismo”, eso dice él.

Africany nació en el Valle del Cauca, Cali, hace 21 años. A su apellido -de origen italiano- le debe las entrevistas que le han pedido primero que a otros sólo por ser armónico como un arpegio de do.

César Betancur fue su primer maestro. “Le agradezco mucho porque me enseñó muchas cosas pero él no era pianista. Me tocó aprender de él y después desaprender”. El reflejo del sol hace que le brille el piercing de su oreja derecha e incluso el que intenta esconderse -en vano- bajo pedazos de pelo liso que le caen en la frente y le tapan a medias las cejas.

Juvenal Moreno, “un pedagogo impresionante”, fue su segundo maestro. Fue él quien le “pegó las ganas” de un grupo a capela y quien lo convenció de ir a Popayán a buscar al maestro Mandred Gerhardt, notable pianista de la línea de Chopin, de origen uruguayo.

A los 15 años, Africany dejó su madre, partió para Popayán, donde también vivía su papá, buscó al maestro y tocó la puerta de su casa. “Era como entrar a un museo, todas las paredes estaban llenas de cuadros, tenía un piano Steinway del año 29, tapetes persa…”, cuenta él mientras aspira un cigarrillo que prácticamente ya no puede ni coger por lo pequeño que está. El maestro Gerhardt tenía sólo cuatro estudiantes, elegidos por por sus aptitudes y sus ganas de aprender. Recuerdo que ganarme el puesto de uno de ellos no fue fácil.

-       “La primera vez que toqué, me paró como a la mitad y me dijo que no, que estudiara en el conservatorio. Para mí fue un fiasco horrible. Tres veces me dijo que no”.

En el cuarto intento llegó a un acuerdo con él. Sería el quinto estudiante siempre y cuando no hubiera una sola clase en la que no “funcionaran”. “Casi pierdo once”, asevera Africany. Ya no tenía que aprenderse obras de tres páginas, sino memorizar unas de 30 y pico como la Sonata patética de Beethoven.

Cuando llegó donde el Maestro sin saber quién era Napoleón, ni cuándo había nacido Beethoven, ni qué era la Revolución Francesa, entendió qué era el piano. Fue en ese momento -como él mismo cuenta- cuando comprendió la importancia de saber quién escribió una obra, en qué época, por qué motivo y en qué contexto. “Ahí es cuando entra el intérprete. Ahí cada nota empieza a tener sentido”, explica Africany.

Con el uruguayo recibía clases de dos de la tarde a nueve o diez de la noche, dos o tres veces a la semana. “Cada clase con él era una cosa impresionante. Ese tipo te enseñaba desde tocar el piano hasta hacer una carne bien hecha”, cuenta entre risas. “Mandred era un maestro en todos los sentidos”.

A los seis meses el maestro no sólo sacó a uno de sus otros cuatro estudiantes, sino que le propuso a Africany que se fuera a vivir a su casa para que pudiera aumentar el ritmo de estudio y coger técnica. No fue fácil decir en su casa, a los dieciséis años, que había recibido dicha proposición pero él es terco y eso fue lo que hizo.

-       “Obviamente no me dejaron pero obviamente yo me fui”, afirma con el orgullo de un niño que ya ha aprendido a amarrarse solo los zapatos.

Cuatro meses estuvo con el maestro preparando el programa con el que se presentaría a la Universidad Eafit.

Quien el día de su audición le dio el sí es ahora su maestra. Su nombre es Blanca Uribe, una pianista colombiana que estudió en Viena con profesores de la misma línea de Beethoven. Según Africany ella es su competencia más directa. Y es que para él la competitividad es lo más importante. “Si no tenés competencia no hay ningún valor agregado que te haga trabajar más”.

-       “Sólo he encontrado inspiración en un piloto de Fórmula 1: Ayrton Senna”, explica Africany. Él, como Senna, tiene claro que “el segundo, es el primero de los que pierden”.

Africany no cree en la inspiración, sino más bien en la historia que apoya las cosas. “Vos podés tener mucha inspiración pero si no sabés cómo se escribe la música, de nada sirve. Si vos no sabés jugar con las letras, con las palabras, no vas a ser un Shakespeare, nunca”, dice categórico. Sin embargo, con ó sin ella, ha escrito varios pasajes que en algún momento piensa desarrollar.

-       “La primera vez que escribí, escribí por alguien”. Se ríe y algo de timidez y picardía se asoma en su voz. Ella jamás la escuchó. “¿Para qué?, eso es mío”.

Prende otro cigarrillo. No podría precisarse si disfruta más su inhalación o su exhalación, cada una es un ritual que practica lento. Quizás sea porque es músico y los músicos acostumbran respirar profundo desde el diafragma para hacer rendir el aire al máximo.

-       “La gente puede que no entienda lo que significó Beethoven en su época o Mozart en la suya pero si esa gente no hubiera existido el mundo como lo conocemos hoy, no sería. ¿Qué habría sido del mundo hoy sin los Beatles?”. Y concluye: “La música es peligrosa. Uno tiene que tener mucho cuidado con qué escucha y en qué momento de la vida”. 

Él lo entiende porque además de sus clases de piano, armonía, contrapunto y dictado, recibe otra de historia y lee bastante. Africany es más activo de lo que parece. Hace dos años –sin querer, como él explica- el teatro lo enredó en su trampa y allí sigue. “El piano no es suficiente”, dice.

-       “Yo no quiero ser pianista. Yo quiero ser muchas cosas. Lo que yo quiero hacer con el piano es armar una resistencia, invitar a la gente a pensar no lo mismo que yo, sino lo que deban pensar, sin esa resistencia nos vamos es para la puta mierda”.

Africany es de esos tipos que camina lento, “un bohemio”, dirían muchos. Pero bohemio no es la palabra más precisa, es romántico, tal vez. “El amor es una disciplina”, alega con la misma propiedad con la que ahora es capaz de tocar La Campanela, una obra de Liszt que hace varios años no le “salía”.

-       “Uno va ganando técnica cuando las cosas difíciles se van volviendo fáciles”, dice orgulloso, sentado al frente del piano, mientras las teclas se hunden –sólo a veces- al ritmo de las notas en las partituras.

Sólo a veces porque, según él, no se puede tocar el piano “sinceramente”. “La gente no aguanta la sinceridad, nunca, nunca, y el público tampoco”. Por eso juega con las partituras, con los fuertes, con los tiempos.

Contesta una llamada, mira el reloj, aspira por última vez el cigarrillo y se levanta de la silla. Tres hombres lo esperan en un salón, ese es su grupo a capela. “Un, dos, tres, va”, dice Africany haciendo un chasquido con sus dedos cuando dice esta última palabra y de inmediato -a cuatro tonos- se escucha Hello my baby de Frog J. Michigan.

Mientras lo hace, en el primer piso del bloque de música, lo esperan ansioso ochenta y ocho letras, un pedal y cuatro paredes que exigen a gritos ser parte de su resistencia. 

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